San Juan XXIII

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El Papa San Juan XIII señaló el objetivo misionero por el que se convocó el Concilio Vaticano II en la Constitución Apostólica Humanae Salutis:

“La Iglesia asiste en nuestros días a una grave crisis de la humanidad, que traerá consigo profundas mutaciones. Un orden nuevo se está gestando, y la Iglesia tiene ante sí misiones inmensas, como en las épocas mas (sic) trágicas de la historia. Porque lo que se exige hoy de la Iglesia es que infunda en las venas de la humanidad actual la virtud perenne, vital y divina del Evangelio. La humanidad alardea de sus recientes conquistas en el campo científico y técnico, pero sufre también las consecuencias de un orden temporal que algunos han querido organizar prescindiendo de Dios”[1].

En su discurso sobre cómo cultivar el Occidente descristianizado destacó que el trabajo evangelizador no solamente es valioso para la propagación de la fe sino para la preservación de la vida cristiana en las diócesis y parroquias. Afirmó que el ideal misionero es la escuela más eficaz para educar un sincero amor a la Iglesia y al verdadero espíritu católico, que debe brillar en un apóstol digno de ese nombre. Entre el mundo misionero y el cristiano no hay incompatibilidad ni antagonismo, sino que son dos hechos complementarios que se refuerzan mutuamente. Ofrecer oraciones, sacrificios y medios para llevar la luz y el amor de Cristo significa dar una nueva vida; también es salvar a las diócesis de antigua tradición cristiana y a las parroquias que languidecen con hambre.

En el discurso a los peregrinos que participaron en el rito de canonización de María Bertila Boscardin indicó que el campo del apostolado es ilimitado. También que Jesús, a través de su ascensión al cielo, es siempre un nuevo y luminoso modelo de santidad y de heroísmo que infunde en todos un renovado propósito de fidelidad a Él y a su Palabra, que eleva las almas a la visión de los campos infinitos del apostolado, a los amplios horizontes de la conquista para el Reino de Dios. Invitó a mantener con ardor este propósito en medio de la familia, la profesión y el trabajo.

Para San Juan XXIII hay una íntima conexión entre santidad, laicado y mundo. La Iglesia sabe que el Señor no ha orado al Padre para que saque a los suyos del mundo, sino para que los preserve del mal. Frente a la inmensa tarea del advenimiento cristiano en la época moderna, la Iglesia no tiene otra opción, sino aquella de confiarla a sus fieles laicos. Por lo tanto, cada cristiano es responsable en primera persona de la evangelización de los ciudadanos con los cuales está viviendo. A los laicos, en particular, les espera una posterior tarea: aquella de marcar con el sello de la justicia y de la caridad de Cristo el mundo en el que viven. Es pertinente a la fe católica el deber de irradiarla fuera de los propios confines eclesiales, evitando el riesgo de encerrarse en un ilusorio proceso autoconservativo. Todos están llamados a evangelizar: los que vienen en la esfera pública, en las escuelas, en las fábricas, en la cultura y en los sectores del espectáculo, del entretenimiento y del “tiempo libre”. Los laicos deben estar presentes en estos “ámbitos pastorales”, conscientes de que hoy los sacerdotes no pueden estar en todas partes con la palabra y la acción. La fe católica, en cuanto tal, debe ser difundida por toda la tierra con la precisa finalidad de llevar a todos los frutos de la redención. Esto es posible con una condición: que los fieles y los sacerdotes miren hacia el mismo lado, en unidad de intentos y energías.

El apostolado es siempre una misión de la verdad. Sin embargo, para comunicar la verdad se necesita poseerla, estando convencidos de los principios cristianos contenida en la misma, que pueden redactarse a partir del estudio del Catecismo.

En el discurso de apertura del Concilio Vaticano II del 11 de octubre de 1962 vislumbró que éste intentaba proseguir el camino emprendido, y nunca acabado, de una renovada evangelización. El “precioso tesoro” del Evangelio se consolida en la medida en que viene integralmente custodiado, pero fielmente transmitido en sintonía con el progreso incesante de la humanidad. La tarea del Concilio sería defender y difundir la doctrina, mas para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.

Por esta razón, la Iglesia no ha asistido indiferente al admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano, y nunca ha dejado de significar su justa estimación: mas, aun siguiendo estos desarrollos, no deja de amonestar a los hombres para que, por encima de las cosas sensibles, vuelvan sus ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como se les dijo “poblad la tierra y dominadla”, nunca olviden que les fue dado el gravísimo precepto: “Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás”, no sea que suceda que la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso.

Deber nuestro no es sólo estudiar ese precioso tesoro, como si únicamente nos preocupara su antigüedad, sino dedicarnos también, con diligencia y sin temor, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que desde hace veinte siglos recorre la Iglesia.

De la adhesión renovada, serena y tranquila, a todas las enseñanzas de la Iglesia, en su integridad y precisión, el espíritu cristiano y católico del mundo entero espera que se dé un paso adelante hacia una penetración doctrinal y una formación de las conciencias que esté en correspondencia más perfecta con la fidelidad a la auténtica doctrina, estudiando ésta y exponiéndola a través de las formas de investigación y de las fórmulas literarias del pensamiento moderno. Una cosa es la substancia de la antigua doctrina y otra la manera de formular su expresión; y de ello ha de tenerse gran cuenta, ateniéndose a las normas y exigencias de un Magisterio de carácter pastoral[2].


[1] HS, No. 3.

[2] Cfr. ENE, Nos. 24 al 34.