El proceso de inculturación en A.L.
América Latina tiene una primera etapa, la de la llamada Primera Evangelización, que toma todas las características, -salvo honrosas excepciones-, de lo que sucede en lo dicho anteriormente; los diversos pueblos, a veces masivamente, son a veces presionados u obligados a adherirse a la fe, e incluso, cuando lo hacen más o menos libremente, se ven «empujados a convertirse en extranjeros en su propia cultura».
La conquista lleva toda su carga de occidentalización y de opresión para las culturas autóctonas. La fe acompaña a este proceso y prácticamente se traslada con todo su bagaje cultural. De una u otra forma se impone sin el respeto debido a las culturas indígenas. Cierto que en todo esto hay matices y contadas aunque muy dignas (y ojalá nunca olvidadas) posturas distintas, pero, sin duda, es la línea general.
El tema que ahora tratamos: del respeto a la identidad cultural de los pueblos, a sus tradiciones, a su cultura, a sus formas religiosas, aparece también en A.L. alrededor de la segunda mitad del presente siglo.
Es al principio un aporte de la antropología cultural, generado desde afuera y apoyado también por las primeras Universidades Latinoamericanas que comienzan a tener esa Facultad de Antropología; pero también es el aporte de muchos misioneros y de obispos, sacerdotes y religiosos naturales de los países de América Latina, que, no solo asumen la misma tarea, sino que será pioneros en la esfuerzo por hacer respetar y ayudar a promover las culturas autóctonas.
En este sentido destaca por su trascendencia, la proyección pastoral y profética de Obispos que asumen como suya la causa de los indígenas y el respeto de sus culturas y de sus tradiciones y formas religiosas. Incluida la no imposición de la fe y la búsqueda sincera de una nueva relación con los pueblos y sus culturas. En esta dinámica es central para toda la pastoral diocesana.
La trascendencia de la labor de estos Obispos todavía permanece, no solo en la memoria, sino en la perspectiva actual del trabajo de muchos otros. Por ella, además, algunos entregaron sus vidas, otros, la vieron surcada de injustas denuncias. Hablamos de: Pedro Casaldáliga, de Samuel Ruiz, de Oscar Arnulfo Romero, de Gerardo Valencia Cano, de Leonidas Proaño, de José Dammer, y de conjuntos de Obispos de una misma zona pastoral como por ejemplo los Obispos y Prelados del Sur Andino peruano.
Estos ejemplos y muchos otros marcan sin duda un resurgir en la noble y justa causa de la defensa del indigena, de sus derechos cívicos y culturales. Los pueblos indios de la amazonía, los indígenas del altiplano y de las sierras andinas, los pueblos afros del Norte del Brasil y de la costa del Pacífico saben mucho de esta entrega y de estas conquistas.
Sin embargo el sentir más general de la Iglesia Latinoamericana en esta segunda parte del siglo actual, está marcado por una situación que abarca no solo a estos pueblos sino también a los mismos pueblos latinoamericanos en su conjunto: la situación social de opresión y de pobreza masiva que sufren las grandes mayorías.
Son los tiempos del auge de los científicos sociales, de la generación de la teoría de la dependencia, de la lucha contra el subdesarrollo, de la vivencia profunda de la injusta situación de los millones de empobrecidos; las preocupaciones centrales son en torno a esta difícil situación socio-económica, a la pobreza y a la «no-vida» que conlleva y a las posibles formas de solucionarla. Esto en general es más vivencial que la preocupación del los respetos culturales.
No obstante hay que decir que no son actitudes que se contraponen, ni tendencias que se excluyen, sino todo lo contrario. Es un hecho cierto, una gran verdad, que los defensores de tan nobles causas en Al.: la de la defensa de los pueblos auctóctonos a su cultura y a sus derechos inalienables, y los defensores, o más dedicados a la gravísima situación de pobreza de las grandes mayorías del pueblo L.A., es decir a la proyección socio-económica, caminan unidos e identificados en una misma causa de defensa del oprimido y aún más, con una misma perspectiva estructural liberadora.
Refiriéndonos al CELAM, destacar que comienza a trabajar más en conjunto y con mayor firmeza el problema de la diversidad cultural y la defensa de las etnias, sobretodo a través de su Departamento de Misiones. Se unen también en esta tarea destacados antropólogos católicos y protestantes, que denuncian situaciones injustas, promueven hacia fuera un mejor conocimiento de las culturas indígenas y reclaman los derechos culturales para los pueblos auctóctonos.
Si nos referimos ya a los Documentos de sus Asambleas Generales, notamos que se mantiene la misma perspectiva en el tema de la relación fe y cultura que nos ocupa. No aparece en sus primeros documentos (Río o Medellín) los contenidos dados que expresa la palabra «inculturación». Será más tardem y fruto ya de varios años de práctica de la misma Igleisia, cuando estos contenidos y preocupación se reflejan ya más claramente. Esto sucede en los documentos de Puebla y es uno de los temas centrales de Santo Domingo.
En la Primera Reunión General del CELAM, (Río de Janeiro 1955), no aparecen, como hemos dicho, los nuevos contenidos. Todavía su Titulo IX completo que dedican a «Misiones, indios y gentes de color» está redactado en la profundización de las obras misioneras en estos territorios y la promoción educativa y sanitaria. Sin embargo es ya un avance la constatación de que existen otros «pueblos», otras culturas, que merecen un trato respetuoso y especial, y que son pueblos que, además, necesitan promocionarse.
Tampoco el tema estrictamente «de la relación fe-cultura» aparece con fuerza en los Documentos de Medellín (1968) más preocupado por la situación de pobreza e injusticia dominante en las grandes mayorías. Es cierto que se menciona de pasada tanto la dependencia cultural existente y la necesidad de una autonomía cultural, como también habla de la variedad de culturas y de situaciones. Pero no incide en el aspecto de relación fe-cultura.
Puebla (1989) ya toma en serio el problema de la cultura primero, y posteriormente su relación con la evangelización. Lo hace, fundamentalmente en dos apartados: el primero de ellos dentro de la visión pastoral de la realidad L.A. (51-62) y el segundo, de forma más extensa, en su apartado sobre «Evangelización de la cultura» (núms. 385-443).
En el primer apartado destaca sobre todo las presiones negativas que se ejercen sobre las culturas manifestando que: algunas son marginadas, otras deformadas, o, incluso, son invertidos sus valores.
Posteriormente tiene una referencia muy orientadora (307) que se refiere a los tres universos culturales reconocidos: el indígena, el blanco y el africano. Alrededor de estos ejes reconoce convergencias, mestizajes, pero también distintas cosmovisiones, diversas manifestaciones religiosas y la entrada de nuevas ideologías que deforman aspectos culturales.
Esto sirve de base para que en el segundo apartado mencionado se haga un breve recorrido histórico, centrado en las diversas culturas que se dan en A.L. con un pequeño recuento de los tipos de cultura y las etapas del proceso que las ha generado (409-419).
Se reconoce que la cultura es consecuencia de la actividad creadora del hombre y que abarca la totalidad de la vida del pueblo, y, por ser una realidad histórica y social, pasa por periodos en los cuales se ve desafiada por valores y por contravalores (387-393). Asimismo se defiende el valor de las culturas y la presencia de las semillas de Dios en ellas. Así, tomando las palabras del Vaticano II, dice que en las culturas «están depositados los gérmenes de Cristo», y que, asimismo, en las «culturas precolombinas estaba presente el Espíritu Santo. (388-389-395).
En la relación de la cultura con la fe, manifiesta ya expresamente tanto que el evangelio tiene algo que decir a las culturas, como que las culturas deben ser tratadas con el máximo respeto y valoración: «La evangelización busca alcanzar las zonas de los valores fundamentales de la cultura», pero para ello hay que procurar que la cultura sea «renovada y transformada por el Evangelio en un ambiente de amoroso respeto». Y vuelve a reafirmar, que las culturas, si que «pueden ser renovadas, elevadas y perfeccionadas por Cristo». (400-403).